domingo, 10 de enero de 2010

Recoge la ropa


Mientras aguantaba la última prenda con su barbilla sobre el resto de ropa que soportaba al hombro se dio cuenta. Justo en ese instante, después de ver caer la pinza roja en el cubo de lata que recogía el resto de trabas de colores, de madera, de insustancia como la de sujetar la ropa y de luchar contra el viento. Ahí con el último tac que golpeaba el metal, con la suavidad en su cara y el olor a ropa limpia y aireada, a flores blancas, justo ahí se preguntó:

¿Por qué la aridez de la conciencia acaba secando la humedad del subconsciente?

tic tac

En este momento, no siento nada. No siento la pérdida, ni la alegría. No siento el aire, ni la felicidad, solo siento el peso del minutero como se clava en mi pecho y se hunde, atraviesa y no sangra.

He cambiado de reloj, la pulsera se rompió, pero el minutero siguió corriendo, atravesando aún más la herida que dejará hueca, vacía… Ni el mar en lágrimas, ni el desconsuelo ni los recuerdos podrán llenarla. Porque, el tiempo seguirá hiriendo otra carne que no es la mía y un día mi carne recordará de nuevo, como siempre, el último hueco que su urdió en mi cuerpo. Diría el alma, pero me cuesta pensar en ella.

Higos pasaos

Justo en la esquina donde se abría la azotea esperaba una destila de piedra que goteaba el tiempo limpio. Un bernegal verdoso que con un cacharro de lata palpitaba las horas en un sonido metálico antes de abrir la puerta a empujones. Una puerta que se aferraba a la guía mientras la humedad resistía la huída. Allí sentado en el suelo con las piernas abiertas iba trenzando cebollas. Antes de salir las greñas y los ajos rozaban la cabeza. Y cuando se abría la luz, los higos extendidos en las cajas de madera resurgían ante el sol engurruñando sus barrigas… Luego en el paladar la arruga se convertía en dulce. ¿sucederá lo mismo con la vejez?

¿Qué libro llevarías al metro de mi pueblo?




El corazón de las personas es como un pozo muy profundo. Nadie sabe lo quehay en el fondo. Solo podemos imaginárnoslo mirando la forma de las cosas que, de vez en cuando, suben a la superficie”.


Sauce ciego, mujer dormida de Haruki Murakami
(…)



Me gustaría que mi pueblo tuviese metro, aunque fuese pequeñito de ida y vuelta, sin destino ni paradas. Que circulara desde la Iglesia hasta El Calvario y regresara por el cementerio con parada en el bar de Manolo. Un metro, una puerta al submundo. Me encantaría que cuando lo usáramos nos convirtiéramos en auténticos desconocidos. Así, Marina la de la recova, Petra la chica de correos, Juan el de la Farmacia y hasta Pedro, que me sirve el café todos los días, no me saludaran. Desearía que todos perdiesen la memoria y que este metro sólo tuviese un impuesto, en este caso revolucionario. Todos los que usáramos el metro llevaríamos un libro para poder subirnos a esos vagones que se deslizan hacia la profundidad de nuestras conciencias. Y así, dentro, embriagados por la velocidad, nadie hablara sólo leyera con el vaivén del viaje. Y unos con otros nos frotaríamos y por el rabillo del ojo curiosearíamos el texto escogido por el de al lado. Así conocería a Yaya, que aunque despacha pan a todas horas derrocha erotismo en sus lecturas y saborea “Filosofía de tocador” mientras Pedro que la observa desde el mostrador de la ferretería le mira el canalillo donde le encantaría perderse en la inmensidad de aquellos senos que al calor del horno y de una infancia bañada de levadura y harina han esponjado el verdadero paraíso de Pedro. Por eso, Pedro lleva otro libro, uno de viajes por el desierto con grandes fotografías de dunas sinuosas, redondas y elevadas que doradas por la arena y el sol, como en un horno, las convierten en lo más parecido a los pechos de Yaya.
En cambio, a Luis el marido de Yaya no le gustan las dunas ni los pechos de su mujer. A Luis, vivir entre el calor lo agobia y lo agobia el exceso del cuerpo de Yaya. A él le gustan las piernas de Tina, la que cose y hace arreglos en el pequeño cuartillo que hay en el entresuelo, junto a la panadería, pero en la trasera. A Luis no hay que pedirle dos veces que tire la basura. Luis la tira todo el día, nunca se acumula y tampoco le cuesta ir al almacén .Yaya se asombra de su paciencia y de que no rechiste cuando le manda una y otra vez a la trastera. Porque allí, Luis ve las piernas largas, lánguidas y cruzadas siempre a modo de miss, de Tina mientras cose. Luis las mira y ve como se descalza y oye en su cabeza como frota los pies para estimular la circulación. Por eso Luis, llevaría siempre un libro de limoneros al metro, siempre lánguidos con troncos largos que le recuerdan lo agrio que puede ser el destino…
A Tina se le desbarato la vida cuando el amor de su vida decidió casarse con su hermana quizás por eso se pasaba el día dando puntadas, cociendo y arreglando vestidos, vueltos, bolsillos y escotes, buscando el vestido de su vida sin darse cuenta que Luis conocía cada vena de sus piernas. Pero Tina nunca iría en metro porque los pespuntes le impedían leer. Solo dos noches permaneció desnuda en la cama. Se tocaba despacio apartando el bello y buscando a tientas sin ser oída, el calor. Aún con frío se resistió a cubrirse. Cerraba los ojos sin dormir, guardando sólo el olor que quedaba entre las sábanas. Cuesta despedirse de los cuerpos del placer. Y entonces llega un día en que no puedes dar más de ti…

Reencuentro

Los echo de menos. Echo de menos ese poquito de yo que ya comienza a esfurmarse de nuevo. Pero no es el momento ni el lugar. Sólo gracias por estar ahí. Me gustaría que al menos este Recoveco internauta permaneciera vivo. Siempre en LIBERTAD. Me tocaba a mí dar el primer paso, ahora queda abierto a sus sugerencias y recovecos.

Porque siempre queda espacio para nuevas libertades.
Porque vuestra amistad me sostiene de cumbia madre.