miércoles, 16 de septiembre de 2009

La sombra de una sombra. Ángel Vallecillo. Ed. Difácil, 2002


Durante la posguerra, el párroco de un pequeño pueblo de Castilla aparece asesinado en extrañas circunstancias. La policía, con la anuencia de la Iglesia, envía para resolver el crimen al comisario Arias, un detective solitario y bronco que lucha contra sus fantasmas y las injusticias del poder establecido. El autor vertebra la novela con relatos entrecruzados —las vivencias de los habitantes del pueblo o la hermosa historia personal del narrador, que recrea la relación de posesión y masoquismo con el amor de su infancia—, para recrear una obra llena de sorpresas, fuerza y lirismo...

"El fantasma del asesino sobrevoló el valle y se posó en el pueblo desplegando sus alas. Los últimos intrusos se alejaron en sus coches y los vecinos respiraron con alivio, aunque supieran que la verdadera desgracia no había hecho más que comenzar. Acongojados por el silencio, se encerraron tras los adobes y corrieron los visillos, como si necesitaran la oscuridad para soportar tanta vergüenza. Tras dar sepultura a don Aquilino, el difunto cura párroco, se desató un vendaval que corrió dueño del callejón de la estafeta, de la estación, de la varga del manantial, arremolinando la hojarasca de la plaza. Los faroles de los soportales gimieron lastimeros por el difunto, y sus chirridos se confundían con el aullido de los lobos. Se marcharon los fotógrafos, los curiosos… Vinieron, hicieron sus fotos, llamaron a las puertas y no encontraron a nadie porque el pueblo entero se encerró en sí mismo, amortajado, incapaz de mirar a los ojos de un forastero sin que los embargara la vergüenza. Sobre mi pueblo, Avellanosa de Lobos, se cernía no sólo la trágica sombra de la muerte, sino el estigma de sentirse los culpables del crimen, todos y cada uno, del mismo modo que disculpaban al cielo cuando no llovía o se preguntaban incrédulos el porqué de una helada en treinta de mayo. Para los habitantes de mi pueblo, los pecados que atraían a los infortunios arraigaban en uno mismo, en sus familias, en la sangre, del mismo modo que se inculpaban también de las circunstancias que malogran una cosecha prieta. Y el asesinato de don Aquilino, el difunto cura párroco, no era sólo una desgracia, sino un mal presagio. Si el cura había muerto, el pueblo era culpable, y el Cielo no iba a dejar las cosas de cualquier modo."

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